Algo ha cambiado en Rusia en los últimos años. Desaparecido el sosia de Putin que a la entrada de la plaza Roja cobraba a los turistas por hacerse una fotografía con él, la figura del verdadero Putin, inquilino ya casi permanente del Kremlin de Moscú, se muestra cada vez con más fuerza en la escena internacional. Ucrania, Crimea, Turquía, Siria o el Oriente lejano son ahora los escenarios candentes en los que la Federación Rusa exhibe de nuevo su imagen más musculosa, más empoderada se diría ahora. Pero nada de esto afecta directamente al turista que al acercarse a Moscú se encuentra de frente a una ciudad cuyo colosal conjunto lo convierte en un primer momento en un átomo humanoide perdido entre inmensidades arquitectónicas acumuladas en no muchos siglos de historia.
Conocí Moscú en 1984 con motivo del viaje de los hoy eméritos Don Juan Carlos y Doña Sofía. En aquella URSS Chernenko se mantenía en pie con dificultad pero su efímero y desaparecido antecesor, Andropov -exjefe, como Putin, del KGB- había dejado ya ciertos signos precursores de una incipiente reestructuración que posteriormente y de la mano de Gorbachov se conocería universalmente como “la perestroika”.
Hoy el contraste resulta brutal. La grandiosamente oscura, por no decir siniestra, Moscú que experimenté en 1984 ha sido sustituida por una vibrante y luminosa ciudad que invita, como si de una persona misteriosamente atractivas se tratara, a penetrar en su interior para descubrir matices, valores y mensajes que la historia de un pueblo, admirable en muchos aspectos, ha dejado convertidos en arquitectura, arte, belleza y espiritualidad para deleite de viajeros atentos.
Fui testigo en aquel viaje profesional, en una de las calles laterales que encuadran el edificio sede del KGB, la llamada Lubyanka por el nombre de una de sus calles, cómo en la poco iluminada noche un automóvil negro sin distintivos identificadores se llevaba, en rápida y silenciosa maniobra, a una mujer que vociferaba algo para nosotros incomprensible. Mientras observábamos la escena una sombra detrás de nosotros nos invitaba con su arma en la mano a circular. Digo nosotros porque éramos un compañero de TVE y yo buscando una calle cercana en la que sabíamos se encontraba San Luis de los Franceses, única iglesia católica que en el Moscú de la época se podía asistir a una misa dominical. No la encontramos ya que nuestra asistente o guía del Inturist –agencia estatal que controlaba el turismo - no pudo o no quiso explicarnos como dar con ese lugar de culto. Hoy Inturist es una agencia moderna y eficaz, perteneciente al grupo Thomas Cook y Ana, la guía rusa que ha acompañado a los españoles asistentes a la asamblea de FIJET en Rusia es, con toda seguridad, la mejor y más profesional guía turística que yo haya tenido nunca.
Recién celebradas elecciones a la Duma, con una amplia victoria del partido que sostiene a Putin, únicamente las frías estadísticas muestran el impacto de la crisis económica en la sociedad rusa. Para el visitante no muy joven, solo algunos raros “Lada” desvencijados le recordarán al famoso Fiat 124, mientras a pocos metros de la Plaza Roja puede adquirir un Rolls Royce, un Bentley o un Maseratti con solo tener en el banco los recursos adecuados. En caso contrario puede consolarse con el interesante mercadillo Izmailowsky , alejado del centro de la ciudad, donde puede adquirir antigüedades y modernidades, recuerdos de la guerra mundial, alfombras, manteles y un universo de matrioskas.
Después de un riguroso proceso de seguridad se puede acceder a los jardines, cuidados hasta la perfección, del Kremlin moscovita. Allí está enterrado Ivan “El Terrible” o “Temible” según una versión más “light” y varias iglesias ortodoxas con interiores realmente bellos y cargadas de historia nos recuerdan que en Rusia la simbiosis Ortodoxia-Estado ha funcionado siempre en ambos sentidos. Hasta Stalin, que destruyó la catedral de El Salvador para decorar con sus mármoles el Metro, agradeció a la Iglesia ortodoxa el apoyo prestado durante la guerra contra la invasión alemana. Esto no le impidió seguir difundiendo, él y sus sucesores, el ateísmo científico que una gran mayoría del pueblo ruso se apresuró a abandonar regresando masivamente a sus iglesias e iconos en cuanto la ”glasnost” y la “perestroica” permitieron a Boris Yeltsin implementar un espacio de libertad. Gracias a ello hoy se pueden contemplar en Moscú antiguas iglesias reconstruidas o restauradas y la catedral de Cristo Salvador, vuelta a construir exactamente como se erigió en el siglo XIX, es de nuevo una verdadera joya del arte de estilo bizantino. Toda la grandeza de las diversas facetas de la capital más grande de Europa parecen insertarse, sin forzar la imaginación, en esa nueva imagen de poder y de peso internacional que Putin, con sus decisiones de política exterior y sus medios de infopropaganda (agencias RT y Sputnik), está ofreciendo al mundo en general y al pueblo ruso en particular que se cura así de cierta añoranza no tanto del régimen comunista como del peso internacional de lo que fue la Unión Soviética.
Aquella federación, realizada a golpe de “ukase” tuvo, como los zares, tensiones permanentes con los pueblos, nacionalidades y territorios en los que el islam era mayoritario y permanentes problemas para su integración. Tartaristán con su capital Kazán, conquistada por Iván el terrible en su guerra contra los mongoles, mantiene una relación, dentro de la actual Federación Rusa, pacífica y constructiva. Kazán, la tercera ciudad en importancia de la Federación Rusa, exhibe actualmente su recuperada historia y merece una visita más detallada.