Aquellos encierros, a los que se denominaba “entrada”, poco tenían que ver con los actuales. Un caballista al galope iba por delante anunciando a los vecinos la llegada de los astados, y unos pocos jóvenes corrían muy lejos de la manada contraviniendo las órdenes del consistorio, que siempre consideró al encierro como una desobediencia a la autoridad y un mal menor, por lo que esta carrera oficialmente estaba prohibida, aunque -en realidad- se consentía de hecho.
Hasta 1843, el encierro concluía en la Plaza del Castillo, acondicionada temporalmente en Sanfermines como plaza de toros, y hasta el año 1856 los toros no corrieron por primera vez por la calle Estafeta. En el margen de 13 años, el encierro tuvo cuatro trayectos diferentes, entró por dos puertas medievales distintas y terminó en tres cosos taurinos diferentes. Además, en aquella época se desarrolló el ferrocarril, con lo que los toros ya se trasportaban en vagones ferroviarios, siendo innecesario su traslado andando por el campo y el encierro posterior en las calles.
Estas circunstancias estuvieron a punto de hacer desaparecer el encierro de Pamplona que, no obstante, supero esta crisis gracias al apoyo popular que siempre tuvo y que se impuso al deseo siempre latente de las autoridades de prohibirlo completamente.
El ayuntamiento dictó en 1867 el primer bando que regulaba la carrera –fijaba la hora, el recorrido y sus normas internas-, por lo que al no poder impedirlo de hecho el consistorio optó por regularizarlo y, de este modo, darle carta de naturaleza legal.
El último gran cambio del trayecto del encierro se produjo en 1922, cuando la inauguración de la actual plaza de toros obligó a los astados a girar a su izquierda al finalizar la calle Estafeta, en lugar de hacerlo a la derecha como hasta entonces.
¿Qué es el encierro?
Formalmente, el encierro es el traslado del ganado de lidia por las calles -850 metros de recorrido- desde el punto A (el corral de Santo Domingo) hasta el punto B (la plaza de toros). Este traslado, que antaño era necesario para la celebración de las corridas, pero que hoy en día ya no lo es, dura aproximadamente dos minutos y medio y se lleva a cabo entre una multitud de cerca de 3.000 personas.
El encierro, que es el acto más importante de las fiestas de San Fermín, se ha constituido en el símbolo de Pamplona y por él se conoce internacionalmente a esta ciudad. El encierro moviliza cada mañana a 3.000 corredores, 600 trabajadores, 20.000 espectadores en la calle y la plaza de toros, más otro millón de personas a través de la televisión, de modo que se puede afirmar que nunca en Pamplona tantos ojos han escudriñado cada metro cuadrado de calle como a las ocho de la mañana del 7 de julio.
Aunque las características propias del encierro, entre otras el amateurismo, le acercan a las pruebas deportivas -pues hay unas reglas, unos participantes uniformados casi unánimemente, un escenario concreto, unos espectadores y alguien que da la salida y marca la llegada-, el encierro no es un deporte porque en él no hay un ganador. Por otro lado, jamás se podría considerar deporte a un acto que para la ciudad es una seña de identidad y un rito añejo, y para sus participantes un reto que se han autoimpuesto por seguir una tradición secular.
Dadas sus características de peligro asumido voluntariamente, miedo que taladra el estómago, tragedia latente y violencia generalizada, del encierro se ha dicho que es una “locura colectiva”, un “juego a no morir”, una “irracionalidad primitiva”, un “rito iniciático a la virilidad”, o “una exaltación del valor”.
Pero lo cierto es que esta no es una loca carrera regida por el pánico colectivo, ni una huida hacia delante, ni un sálvese quien pueda, sino una anarquía organizada, con sus propias reglas internas y en la que lo esencial no es lo aparente –huir de los toros-, sino acercarse lo más posible a ellos. Porque no hay nada que atraiga más al hombre que retar, desde la pequeñez humana, a la fuerza bruta de un animal que con sólo un movimiento de cabeza puede matarnos