El 19 de septiembre de 2020, la isla de la Palma fue protagonista de un acontecimiento que lo cambiaría todo: la erupción de un volcán en el Valle de Aridane.
Este hecho provocó que la Isla Bonita se convirtiera en foco de interés científico y mediático en casi todo el mundo. Si la emisión de lava durante más de 80 días copó el interés de gran parte de la población, no lo fue menos la reacción de los palmeros y las palmeras, quienes pasaron a ser víctimas y héroes al mismo tiempo.
En aquellos días de septiembre, mientras asistíamos con asombro a la grandiosidad de la erupción volcánica, en paralelo a la lava que sepultaba viviendas, cultivos, empresas, barrios enteros y mil sueños…; surgía un torrente de solidaridad infinito.
No fueron pocas las personas que se quedaron sin nada, nada de nada. Miles de palmeros y palmeras escaparon con su vida, afortunadamente, pero debajo de la lava quedaba el trabajo de su vida, el legado de sus antepasados, sus recuerdos más preciados.
Pero ni mil volcanes acabarían con la idiosincrasia del pueblo palmero. Desde el minuto uno la cadena de solidaridad se puso en marcha. Fueron muchas las familias que donaron ropa, zapatos, juguetes, alimentos…, sin sospechar que semanas más tarde serían ellos mismos los que necesitasen de esa ayuda, puesto que el volcán también se había apropiado de sus domicilios.
Ellos y ellas, tras su sonrisa amable, pedían que no les olvidásemos cuando se fuesen las cámaras. Y no lo hemos hecho. En los 85 días de erupción casi todos asistimos, en directo o a través de las imágenes de la televisión, a una ciudadanía tan rota como resignada ante la grandeza de la naturaleza; a una población abatida pero no hundida.
A pesar de la magnitud del desastre en la isla, los palmeros y palmeras no se han dado por vencidos y se han convertido en la gran expresión ciudadana de solidaridad, resiliencia y amabilidad.